2020-04-22
La inmensa mayoría de las reflexiones jurídicas asociadas al COVID-19 han estado centradas en su papel como factor de liberación o exoneración de obligaciones. Acudir recurrentemente a figuras como la fuerza mayor, la teoría de la imprevisión o, en contextos más avezados, la desaparición de la causa del contrato o la orden de autoridad como causal de justificación del incumplimiento, ha sido una constante en las últimas semanas. Pero ha pasado desapercibido un ámbito igualmente importante: las repercusiones de la pandemia como fuente de las obligaciones.
En efecto, las diferentes medidas administrativas que se han adoptado recientemente, sumadas a las vicisitudes que ha debido enfrentar cada contrato, han originado o detonado débitos que antes no existían o eran puramente latentes. Un buen ejemplo es el del sector de la construcción que, a raíz de la excepción contenida en el ordinal 18 del artículo 3º del Decreto 531 de 2020, ha debido implementar una serie de obligaciones relativas a medidas de prevención en sus contratos; o, en las operaciones de fusiones y adquisiciones, la detonación de prestaciones (o covenants) como consecuencia del impacto financiero que, sobre las sociedades, ha tenido el virus.
Pero quizás el punto más interesante de estas obligaciones arreciadas a raíz del COVID-19 es el que tiene que ver con el principio de la buena fe en los contratos.
Bien es sabido que a partir del artículo 1603 del Código Civil colombiano, se ha entendido que en los negocios jurídicos existe un contenido obligacional tácito o inmanente[i]: los denominados deberes secundarios o colaterales de conducta, esto es, prestaciones que aunque no hayan sido pactadas expresamente en el texto del negocio jurídico, son exigibles a las partes contractuales por resultar inherentes a la naturaleza del acuerdo y necesarias para realizar la causa del mismo[ii]. Son buenos ejemplos de estos deberes (tal vez, obligaciones), el de confidencialidad (secreto), el de seguridad, el de diligencia y el de información[iii].
Pues bien, las circunstancias asociadas al COVID-19 pueden llegar a arreciar ampliamente el contenido de estos deberes y, particularmente, el de uno recientemente muy explorado: el deber de cooperación.
Ciertamente, los desafíos que suponen las distintas medidas administrativas asociadas a la pandemia hacen más exigente el deber de cooperación, colaboración o solidaridad entre las partes, al punto que su infracción no solamente puede obnubilar causales de exoneración como la causa extraña sino que, a la postre, puede comprometer la responsabilidad civil contractual del infractor. Veamos.
En términos generales, la cooperación supone contribuir recíprocamente a la realización de la causa contractual, lo que implica entonces que, en virtud de este deber, las partes han de obrar conjuntamente para apoyar, coordinar y facilitar a su co-contratante la realización de la finalidad que subyace al negocio jurídico, dentro de lo que permite la razonabilidad[iv]. Así, los sujetos de la relación contractual deben abstenerse de asumir conductas que indiferentemente afecten a la otra parte del contrato, que frustren la realización de la finalidad del negocio jurídico, que impliquen librar a la otra parte a su propia suerte o, como lo diría el solidarismo contractual -movimiento teórico que amalgama a varios de los defensores del deber de cooperación-, que impliquen un egoísmo a ultranza que desconozca las razones por las cuales se alcanzó el acuerdo[v].
Esta formulación teórica implica, por supuesto, un análisis de cada tipo contractual. Así, cada acuerdo marcará la pauta para el contenido específico que el deber de cooperación supone para ese acuerdo de voluntades. Por ejemplo, en un contrato de obra, la colaboración exige para el contratante, el permitirle al contratista acceder a la información necesaria para iniciar su gestión o realizar los trámites bajo su control para que el contratista pueda adelantar su obra; en un contrato de distribución, implica considerar las necesidades reales y cambiantes del mercado o mantener una comunicación fluida y no pétrea para ajustar el negocio jurídico a la demanda de cada etapa del contrato; y, en los contratos de prestación de servicios profesionales, implica suministrar todos los materiales requeridos para que el profesional pueda adelantar su gestión y, de parte del profesional, ajustar el alcance preciso de su gestión de cara a las necesidades del contratante, en un marco de razonabilidad.
¿Cuál es el parámetro para determinar ese contenido específico? Cuando el negocio jurídico regule el alcance de la cooperación, lo será el propio contrato. No obstante, en la mayoría de los casos, este no será un aspecto regulado en el acuerdo, razón por la cual habrá de acudirse a herramientas como la integración y la interpretación contractual, a fin de determinar, para ese caso concreto, lo que significa cooperar. En este contexto, deberá considerarse la finalidad del propio negocio y el contenido de las demás obligaciones vertidas en él (elementos autónomos), pero también tendrán que considerarse aspectos como la conducta de las partes, el trámite precontractual y las circunstancias actuales (elementos heterónomos del contrato)[vi].
En el contexto de las circunstancias cambiantes asociadas al virus, la cooperación desempeña un papel estructural. En efecto, si este deber secundario de conducta implica contribuir a la realización de la causa contractual, mediante el apoyo de la gestión del co-contratante, en un periodo de circunstancias convulsionadas, el deber de cooperación puede extenderse hasta el ámbito de realizar todos los esfuerzos que la diligencia impone a fin de adecuar el contenido negocial al nuevo marco fáctico que enfrenta el negocio jurídico.
Sí: como lo expone cierto sector del solidarismo contractual, la cooperación puede llegar al punto de imponer a las partes la obligación de explorar, conforme a la prudencia, la diligencia y el cuidado que les sea exigible, alternativas de renegociación del contrato, a fin de adecuarlas a la realidad actual para poder preservar su continuidad[vii].
Es más: el deber de cooperación podría impedir -y censurar- aquellos comportamientos de los contratantes que irrazonablemente se niegan a alcanzar un acuerdo, por constituir una violación al deber de cooperación.
El deber antes mencionado, sin embargo, no es omnímodo o irrestricto. En efecto, cooperación no puede ser interpretada como expropiación del interés propio en procura de la realización del ajeno. Por esa razón, la mayoría de sistemas coinciden en afirmar que su limitante será la razonabilidad.
Así, las partes deberán contribuir a la realización de la causa contractual hasta el punto en que, con dicha cooperación, razonablemente logren un estado con el cual tales partes estén mejor, habida cuenta de las circunstancias del caso particular. Cómo determinar hasta dónde llega esa razonabilidad es un aspecto difícil. Sin embargo, un buen criterio es el de la teoría de la elección racional, según la cual, mientras el estado de una de las partes pueda mejorar sin empeorar la situación de la otra, en términos marginales, habrá de imponerse la obligación de cooperar (de una forma cercana a como lo establece la eficiencia paretiana)[viii]. Las gráficas a continuación lo ilustran mejor[ix]:
Gráfica 1
En relación con la gráfica 1, nótese cómo los puntos a y b representan óptimos de Pareto: dado el estado de la sociedad, en el punto a no se puede mejorar la situación de O1 sin empeorar la de O2 y viceversa. Lo propio sucede en el punto b. Pues bien, ni en a ni en b será aconsejable cooperar, porque no podrá alcanzarse ningún estado en el que ambas partes estén colectivamente mejor. Por el contrario, x denota un subóptimo, esto es, una situación en la que no se ha maximizado el beneficio y, de contera, en la que no se ha logrado la eficiencia: podría mejorarse tanto para O1 como para O2, razón por la cual, en el punto x, el derecho debe imponer el deber de cooperar porque ambas partes, a partir de la cooperación, podrán estar mejor.
Gráfica 2
Con la misma estructura de Pareto, la gráfica 2 permite comprender mejor los incentivos de cada sujeto particular. Ciertamente, ya se demostró que desde una perspectiva colectiva, la cooperación es racional cuando dado un estado de cosas x, se pasa a cualquier punto que esté por encima del mismo (toda vez que así se aumenta el bienestar y se acerca a la eficiencia). Esto se cumple para los puntos e y f: ellos son racionales desde la perspectiva colectiva y, por ende, cooperar es deseable. Sin embargo, si se les mira bajo la óptica de los sujetos O y P, pueden no serlo tanto: así, por ejemplo, si se analiza el paso entre el punto x y el punto e, se encuentra que hay una ganancia en términos agregados, pero dicha ganancia se concreta en un aumento en el bienestar de P (que pasa de P1 a P3) a costa de una disminución correlativamente menor en el bienestar de O (que pasa de O2 a O1), de donde se colige entonces que, desde la perspectiva de la racionalidad individual, para P el cambio será racional, mientras que para O no lo será; éste último no tendrá incentivos entonces para pasar de una situación no cooperativa a una cooperativa, en dichos términos. Algo similar sucede si se pasa del punto e al punto f. En ese caso, aumenta el bienestar de O (que pasa de O1 a O3), pero disminuye el de P (que pasa de P3 a P2), por lo que éste no tendrá incentivos para secundar una situación de este tipo, a pesar de que colectivamente f también es relevante.
Pues bien, en estos contextos en que una parte puede no tener incentivos para cooperar, pero, como sociedad, resulta mejor la cooperación, debe intervenir el operador judicial a fin de determinar si hace obligatoria la adopción de dicha cooperación, en el contexto de la buena fe, para adecuar el contrato y producir valor como sociedad. Ese es el quid de la cooperación como deber: permitir que la misma deje de estar sujeta a la discrecionalidad de los sujetos particulares y asignarla, de forma obligatoria, cuando contribuya a que, como sociedad, todos estemos mejor.
Así pues, en un caso como el del COVID-19, habrá de imponerse la obligación de cooperar en tanto dicha cooperación permita transitar de un sub-óptimo de Pareto, a un óptimo de Pareto; por ejemplo, en el caso del arriendo, cuando en ausencia de cooperación se destruya el contenido negocial (por ejemplo, porque deba terminarse el contrato), pero tras la colaboración se permita que cada contratante obtenga un provecho respecto del escenario de terminación, podrá entonces afirmarse que esa cooperación es racional y el deber se extenderá, hasta donde sea posible, para alcanzar el acuerdo de renegociación.
Lo más interesante es que el solidarismo contractual impone consecuencias específicas frente a la infracción del deber de cooperación. La más llamativa y notoria es la responsabilidad civil contractual.
En efecto, en su condición de deber secundario de comportamiento, la violación del deber de colaboración entre las partes es, en estricto sentido, la infracción de una obligación previa, singular y concreta o, puesto en otros términos, es un ilícito contractual que compromete la responsabilidad civil de quien así procede.
De este modo, la concepción reforzada del deber de cooperación implica, en términos sencillos, que quien procede con un egoísmo a ultranza en el íter del negocio jurídico, sin considerar la postura del co-contratante, incurre en responsabilidad civil por ese proceder.
En este contexto, sujeto a ciertas particularidades, el infractor habrá de reparar los perjuicios que con su comportamiento no cooperativo ha generado, siempre que, por supuesto, se acrediten todos los presupuestos estructurales de la responsabilidad civil contractual, como son la infracción, el daño, la culpa (o el dolo) y el nexo de causalidad.
Hacemos especial énfasis en la culpa toda vez que, salvo regulación en contrario, la cooperación hará patente una obligación de medio, razón por la cual su régimen será el de la responsabilidad subjetiva en la modalidad de culpa probada.
Pero los efectos de la infracción de la cooperación no concluyen allí. Vale la pena abrir la discusión acerca de las repercusiones que una conducta no cooperativa generaría sobre cualquier alegación de fuerza mayor, tan de moda en la época actual.
Al respecto, sabido es que uno de los requisitos de la fuerza mayor es que las circunstancias en que se basa la misma sean ajenas o externas al deudor que la invoca. No obstante, si la imposibilidad de cumplir con la obligación específica tiene su origen, así sea parcialmente, en una negativa irrefrenable a cooperar, lo cierto es que se perderá ese carácter ajeno que se exige para invocar la fuerza mayor.
Puesto en otros términos, si el no cumplimiento del débito obedece, en parte, a que no se cooperó con el otro sujeto contractual a fin de alcanzar un acuerdo que permitiera adecuar ese débito a la realidad económica actual, valdría la pena preguntarse si aún puede invocarse eficazmente la causa extraña, toda vez que, en una hipótesis tal, al menos podría controvertirse que la misma sea ajena o extraña a la conducta del deudor que la invoca.
Estas reflexiones no pretenden más que incentivar una discusión que, como se decía al principio, parece haber pasado desapercibida en un contexto que, como el actual, mucho la necesita.
Sergio Rojas Quiñones
Miembro Activo de IARCE
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[i] Domat, Jean. Les loix civiles dans leur ordre naturel. Tomo I. Paris, M.DCC.LXXI
[ii] Muñoz Laverde, Sergio. El principio de buena fe y su incidencia en la interpretación del contrato. Nulidad de las cláusulas abusivas en el Derecho colombiano, en Realidades y Tendencias del Derecho en el Siglo XXI. Pontificia Universidad Javeriana y Temis. Bogotá. 2011. pp.218-219.
[iii] Wieacker, Franz. El principio general de la buena fe. Civitas. Madrid. 1977. p.49
[iv] Cattaneo, Giovanni. La cooperazione del creditore all’adempimento. Milano. 1964. pp.56 y 60.
[v] Cfr. Mazeaud, Denis. Solidarime contractuel et réalisation du contrat, en Le solidarisme contractuel – mythe ou réalité?. Economica. París. 2004.
[vi] Pico Zúñiga, Fernando y Rojas, Sergio. Solidarismo Contractual. Universidad Javeriana. Bogotá. 2013. Pp. 153 y ss.
[vii] Cfr. Mazeaud, Denis. Solidarime contractuel et réalisation du contrat, en Le solidarisme contractuel – mythe ou réalité?. Economica. París. 2004.
[viii] Coleman, Jules. Riesgos y daños. Traducción de Diego M. Papayannis. Marcial Pons. España. 2010. pp. 39 y ss.
[ix] Tomado de Pico Zúñiga, Fernando y Rojas, Sergio. Solidarismo Contractual. Universidad Javeriana. Bogotá. 2013. Pp. 120-128.